Shabat Ha-Gadol
Parashá Metzora 5755
Levítico 14 :1 - 15 :33
8 abril 1995 / 8 nisan 5755
(Traductor: Aingueru Larrayoz)
Mi madre sufrió psoriasis desde siempre.
Tenía los codos
escamosos y los hombros cubiertos de una capa de caspa. Si se
le miraba el pelo de cerca, se le podían ver las lesiones de la
cabeza de donde le venía la enfermedad. La psoriasis no es una
enfermedad terminal, simplemente es incómoda y desagradable
a la vista. Está relacionada con los nervios, tanto como cualquier
otra cosa, y se puede agudizar con el estrés.
Y la verdad es que mi madre era todo energía y emoción; una
persona de muchos recursos, sociable, amable y una gran
anfitriona. Después de la Kristallnacht y en posesión de
un
visado para Inglaterra, se enfrentó a la Gestapo para garantizar
la liberación de mi padre de Buchenwald. En Pottstown,
Pennsylvania (EEUU), perfeccionó su inglés y destacó
como la
brillante y adorada profesora de primer grado del Colegio
Hebreo. En casa agasajaba a sus invitados como una auténtica
dama de salón. El éxito de mi padre como rabino se debió
en
gran parte a la devoción y al carisma de su “rebbetzin”, la cual
nunca permitió que su psoriasis se interpusiera en su servicio a
Dios.
No es sólo el yahrzeit de mi madre, lo que me hace recordarla,
sino también la parasha de esta semana y su exhaustiva
disertación sobre enfermedades de la piel. Los estudiosos
parecen estar de acuerdo en que la Torá no habla de la lepra. Si
el término tsaraat del hebreo se puede indentificar con alguna
enfermedad concreta (algo bien poco probable), ésta sería
el
mal crónico que llamamos psoriasis.
Pero no es en este aspecto en el que quiero incidir. Lo que me
llamó la atención es el destino de la persona que contrae
la
psoriasis. ¿Qué le hubiera ocurrido a mi madre en un
campamento israelí en el desierto? La parashá, que es
enteramente de origen sacerdotal, se centra exclusivamente en el
diagnóstico. La función de los sacerdotes bíblicos
era distinguir
entre el estado crónico y el temporal de una enfermedad
cutánea. Puede que requiera un período de cuarentena, una
o
dos semanas (todo en múltiplos de 7), después de lo cual
se
tomará una determinación. Si la persona en cuestión
tiene la
suerte de que lo declaren puro, él o ella serán sometidos
únicamente a un rito de purificación que eliminara todo rastro
de impureza.
Nuestra parashá, sin embargo, no ofrece ninguna esperanza a la
persona aquejada de algo más grave que una simple y pasajera
erupción cutánea. Hace muchos años trabajando de capellán
castrense en Corea, visité una colonia de leprosos atendida por
la iglesia presbiteriana. Todavía recuerdo el lastimoso estado de
descomposición de sus residentes. El sacerdote bíblico no
es
médico. Esa función pertenece al profeta, que por sí
solo
intercede a Dios para que cure a los enfermos. Por mencionar
dos ejemplos, entre tantos posibles: cuando Abimalech, rey de
Gerar, y su familia enferman porque él está cohabitando con
Sara, Dios le ordena que la devuelva a Abram, y “puesto que él
es profeta, intercederá por ti, para salvar tu vida (Génesis
20:7).”, y así ocurre más tarde.
Del mismo modo, Moisés suplica a Dios que cure la
enfermedad de Miriam después de que ella y Aron le hubieran
hecho varios reproches. Mientras Aron escapa de la ira divina,
Miriam es “castigada con las escamas.”. Aron suplica ayuda a
Moisés con palabras que delatan todo el horror que una
enfermedad como la lepra evocaba en la antigüedad: “No
permitas que sea como un muerto, que sale del útero de su
madre sin la mitad de sus carnes (Números 12 :12).”. Moisés
alza su voz en oración: “Oh, Dios, te ruego la cures (Núm.
12:13).”, y después de una cuarentena de 7 días Miriam
recupera la salud.
Resumiendo, a mi madre se le habría hecho desaparecer para
siempre del campamento. Sin la intercesión de la oración
de un
profeta, la habrían considerado como una fuente constante de
peligro para la pureza del Tabernáculo y para la seguridad de la
comunidad. La Torá no duda sobre su destino; describe
abiertamente lo que había de hacerse con una víctima de una
enfermedad incurable. “En cuanto a la persona que sufre de
lepra, se le rasgarán las vestiduras, la cabeza quedará
descubierta, y cubrirá completamente su labio superior; y
deberá gritar: ‘¡Impuro, impuro !’. Será impuro mientras
la
enfermedad no le deje. Al ser impuro, tendrá que vivir aislado,
su morada estará fuera del campamento (Levítico 13 : 45-6).”.
Su obsesiva preocupación por la pureza del Tabernáculo, hace
que el Levítico no contemple a aquellos que han sido
irremediablemente tachados de impuros. No había comprensión
ni apoyo para aquellos tan necesitados de ambas cosas. De
forma tajante, el bien público tenía prioridad sobre el bienestar
del individuo.
La ética de la Torá representa un avance teológico
respecto a la
de sus vecinos. Ha despojado a la impureza de su carácter
demoníaco. Aunque la impureza sigue siendo la antítesis de
lo
sagrado, ya no es el arma malévola de un dios que compite por
conquistar el panteón. Así, la Torá reconstruye el
concepto
común de impureza en Oriente Próximo para adecuarlo a su
concepción monoteísta. Como resultado, la impureza surge
ahora de la muerte, lo opuesto a la vida, la cual representa el
valor supremo de la Torá. Aquello que se percibe como un
reflejo del reino de la muerte - un cadáver animal o humano, un
fluido corporal relacionado con la procreación o una
enfermedad de la piel - tiene la capacidad de contaminar al
Tabernáculo a través del contacto humano (pero no a través
del
aire). Y Dios abandonaría enseguida el Tabernáculo si éste
estuviera contaminado.
De ese modo, un concepto de espacio sagrado está relacionado
inextricablemente con un sistema de pureza ritual, aunque
desprovisto de toda alusión dualista y mecanicista. No todo el
que lo deseaba podía entrar en el santuario. De la misma
manera, la asociación de la impureza con la muerte sirve para
acentuar el aspecto sagrado de la vida.
La destrucción del Templo puso fin al espacio sagrado del
judaísmo y el sistema de la “impureza” quedó casi destruido.
Sin sacrificios en los que poder llevar a cabo la purificación,
todos los judíos se sintieron por iqual en estado permanente de
impureza. La sinagoga no heredó el grado de santidad del
Templo y a nadie se le excluyó por ser impuro, incluyendo a mi
madre con su psoriasis. A diferencia del Templo el pergamino
de la Torá, que constituía el corazón de la sinagoga,
no podía
ser contaminado. Mientras que el Templo era todavía
considerado como la morada de Dios, la sinagoga se convirtió
en la casa de todos los judíos.
De hecho los rabinos veían la presencia de una multitud mixta
de santos y pecadores como un ideal de la congregación. En las
encrucijadas críticas de la vida de la comunidad, se requería
la
presencia de los menos cumplidores. Cualquier servicio de día
de ayuno en el que no estuvieran presentes se declaraba
incompleto e ineficaz. Es por ello que en el Yom Kipur, el día de
ayuno más sagrado del año, antes del canto de Kol Nidrei,
se
haga con una llamada expresa a los transgresores de la
comunidad para que se unan a nosotros (le-hitpalel imp ha-
abaryanim). La sinagoga fue diseñada a semejanza del
desorden del mundo imperfecto. Al elegir santificar el tiempo y
no el espacio, la sinagoga pudo superar la preocupación por la
pureza física y abrir sus puertas a aquellos que están más
necesitados de Dios.
Shabat shalom u-mevorá
Ismar Schorsch
La publicación (en inglés) y distribución
de los comentarios de
Dr. Schorsch han sido posibles por la colaboración generosa de
Rita Dee y Harold Hassenfeld.